MEMORIAS DE MI INFANCIA EN LA CANCHORRERA

Paqui Domínguez Sampalo

No era la guerra,

pero había mucha necesidad

Cuando yo nací, no era ya la guerra, pero había mucha necesidad. En la finca de La Canchorrera había guardas de montes, y faltaron unos animales; cochinos o cabras, no sé lo que fue. Un día, fue la Guardia Civil a casa y se llevaron a mi padre. Mi madre no sabía por lo que era ni lo que le iban a hacer; le dijeron, “vengase a Facinas, porque le tenemos que hacer unas preguntas”.

 

Le metieron en un cuarto que le decían “la cárcel” y le dieron una paliza. Por lo visto, lo culparon de que faltaran los animales. Registraron la casa, a ver si encontraban algo de lo que decían que se había llevado, y en casa no había nada. Mi padre no lo hizo esa vez. Y ahora yo digo: aunque hubiera sido verdad, eso no era robar, porque entonces no se robaba, entonces era para dar de comer a cinco hijas que tenía.

 

Mi madre criaba una piara de pavos y criaba gallinas; en la misma casa donde vivíamos tenía los pavos y las gallinas en una espuerta de esparto llena de paja, que la metía debajo de la cama. Durante el día estaban en la calle, pero durante la noche allí se metían. Llegaban las Navidades y nosotros no nos comíamos nunca un pavo ni una gallina. Al recovero que teníamos allí, Herrera, se lo cambiábamos por otras cosas. Yo tendría unos seis o siete añillos, e iba a por los mandados, porque mi madre se iba a la reguera o a donde fuera a limpiar, y nos dejaba a nosotras.

Una vez fuimos mi hermana y yo a un cortijo que estaba a siete kilómetros, a cambiar bellotas por boniatos. Las llevábamos en una espuerta. Ellos daban las bellotas a los cerdos, y nosotras nos comíamos los boniatos. Entonces yo tenía siete años y mi hermana tenía nueve años. Por el camino, a mí me entró un dolor muy fuerte; estaba muy mala y yo no sabía que era aquello.

Cuando llegamos al cortijo, el guarda tenía allí un caldero donde cocía los boniatos, para darles a los cerdos. Nos vio llegar y nos dijo, “tomar, comerse un boniato calientito, que les va a sentar bien”. Entonces descubrí por qué tenía yo ese dolor, porque en cuanto me comí el boniato cocido se me quitó el dolor de barriga.

En aquellos tiempos daban raciones. El día que repartían, mi padre se enteraba y veníamos a Facinas a recogerlo. Iba por orden: traían un papel y te apuntaban; y no te tocaba hasta otro mes. Nos daban como una cesta con muchas cosas: chuscos de pan, chocolate, azúcar, arroz, garbanzos...

Habría doce o catorce kilómetros andando de donde vivíamos a Facinas. ¡Con unos ríos que había entonces...! Porque llovía meses y meses. Un día, al pasar El Puente del Alamillo, un pobladito que está cerca de Facinas donde vivía poca gente, había un regajo grandísimo. Cuando íbamos de regreso de Facinas con las cosas, ya no podíamos pasar la reguera del agua que bajaba. ¿Por dónde pasamos? ¿Por donde no pasamos? Yo era más chica, tendría seis o siete años, más no; y mi hermana mayor me decía, “a ver si podemos pasar por las piedrecitas éstas, Paquita”. Al pasar el regajo, a mi hermana se le enganchó la zapatilla con una piedra y la alpargata se la llevó el regajo. De allí a La Canchorrera llegó mi hermana descalza; yo llevaba las alpargatas mojadas, pero las llevaba puestas.

El guarda de la finca era muy malo

Entonces había muchas cabras en el monte y, cuando mi padre se encontraba una cabra, la ordeñaba para darnos la leche a nosotras, que éramos chicas y no podíamos ni ir a servir. La echaba en una botella y la escondía abajo de la espuerta. También echaba bellotas para engordar los pavos. Abajo ponía su capita de bellotas y la leche, y encima el carbón para disimular.

Teníamos un guarda de la finca que era muy malo. Ya que era vecino nuestro, si se encontraba con alguien debía hacer la vista larga. Pero, entonces, los guardas creían que la finca era suya, no del dueño. Si se encontraba con mi padre, le decía, “¡Antonio, esa espuerta hay que verla!”. “Si lo que llevo es el carbón, que lo estoy bajando del horno”. “¡Nada, hay que registrar la espuerta!”. Mi padre tenía que bajar la espuerta, que con tanto trabajo se había puesto en lo alto de la cabeza. Una vez, el guarda le tiró la bellota y le rompió las botellas delante de él. Mi padre llegó a casa llorando.

Ese guarda criaba muchos cerdos en el monte, porque a él no le costaba nada. Nosotros estábamos allí al lado y olíamos la fritada. Él llenaba unas orzas grandes con manteca y tajadas; esa manteca, con el tiempo se quedaba mohosa, rancia, y él la tiraba. Nosotras, allí al lado, hambrientas. ¿Qué éramos antes, personas o animales?

También tenía muchísimas colmenas y recogía miel. Después hacían melojas, que son tajaditas, lo mismo de cidra que de calabacín y otras cosas, cocidas en los restos de la miel. Todo eso bueno se lo comía. De la meloja, sale como una zurrapa que le dicen “los nietos”, que lleva los restos de las abejas. Normalmente, eso no vale para nada y se tira; y eso era lo que nos daba a nosotras.

No había médicos ni había nada

Antes nos salían muchas cosas, porque no estábamos bien cuidadas. En el momento en que no comíamos o nos poníamos malos, nos llevaba al Chaparral, donde había una señora que le decían La Virgen. Como no había médicos ni había nada, todos los del campo le teníamos una fe horrorosa. Mi padre cogía una burra que tenía, nos montaba, y allá que íbamos a que La Virgen nos curara la barriga. ¡Ya volvíamos nosotras nuevas!

La Virgen nos sobaba la barriga con aceite y nos quitaba la infección. Mi madre decía que ella “tenía gracia”; ¡y la gracia era llevarnos a esa señora tres días seguidos! Luego ya, había otra señora en La Canchorrera que a mi madre también le habían dicho que tenía gracia. Ella tenía un bar donde vendía cafelito y allí nos curaba; ya no tenía que ir mi padre, el pobre, tan lejos.

Mi hermana cogió las calenturas del paludismo. Era una fiebre muy alta. Mi madre, toda la noche con paños de agua fría, y sin tener termómetro ni saber la fiebre que tenía. Mi hermana estaba muy malita; mi madre se creía que se moría. Tenía que venir al médico de Facinas, para ponerla antibiótico. El médico de Facinas, don Juan, nos dijo que las calenturas del paludismo eran por los mosquitos: “tener mucho cuidado, no salir por las tardes, que los mosquitos traen como un veneno y lo deja a las personas”.

La cigüeña vino, la dejó y se fue

Nosotras no sabíamos nada de la barriga, “estar en estado”, ni nada de eso. Nada, nada. Yo soy la segunda, y me llevo diez años con mi hermana la pequeña. Una noche me despierto (serían las tres o las cuatro de la mañana, porque no teníamos ni reloj) y veo a mi madre con un pincel, pintando la casa, que tenía una única habitación, con cal (entonces no había pintura). “Mamá, ¿qué haces?”.“Pintando la casa, que está esto muy feo”. Y nosotras seguimos durmiendo.

Mi madre siguió pintando. Y es que se había puesto con los dolores del parto y estaba dejándolo todo limpio. Lo que teníamos en la habitación, lo recuerdo muy bien, era un baúl, una mesa de esas antiguas con cositas puestas y dos camas, la de ellos y la nuestra. Nosotras dormíamos cuatro en una cama, dos para arriba y dos para abajo.

A mi padre no lo veíamos, y es que fue a buscar a una mujer que asistió a mi madre; una señora que vivía una casa más allá de la nuestra, que se llamaba Luz Ruiz, y no era comadrona.

A las seis de la mañana, ya amaneciendo, nos despierta mi madre: “¡hija, a levantarse, tenéis que iros a la casa de la candela!”. “La casa de la candela” era una choza de piedra y barro hasta la mitad, y lo demás de castañuela, que la techaba mi padre, donde teníamos la chimenea, que le decíamos “fogarín”. La casita estaba cruzando un patio, frente a “la casa blanca”, que era donde dormíamos.

Nosotras, ni idea de que iba a nacer la niña. No sabíamos por qué nos levantaba mi madre; era de noche, y teníamos mucho sueño. “Venirse, que está la candela encendida y van a estar calentitas”. Estábamos las cuatro allí, con una olla llena de agua caliente en la candela, y asomadas a la rendija de la puerta, pero no podíamos preguntar. Y es verdad; tanto peca lo poco como lo mucho, porque antes no se podía hablar.

Y ahora, sentimos una niña llorar. Yo le digo a mi hermana, “¡Juana, he sentido una niña llorar”. “¡Yo también!”. Viene mi padre a donde nosotras y nos dice, “¡mira! ¡Que ha venido la cigüeña y nos ha traído una niña más bonita...! Se ha posado en el chaparro de la puerta y nos ha traído a la niña, que venía en un pañito. Está en la casa con tu madre. ¡Id a verla, porque es preciosa!”.

“Papá, y la cigüeña, ¿dónde está?”. Nosotras lo que queríamos era ver a la cigüeña, no a la niña. “Se ha ido volando”. Nosotras, tan creídas que la cigüeña vino, la dejó allí y se fue. Vimos a esa mujer lavando a la niña; claro, la cigüeña la había traído sin lavar. ¡Y son diez años los que tenía yo!

Nanas

Mi niño no tiene cuna;

su padre, que es carpintero,

le va a hacer una.

Si este niño se durmiera,

yo lo echaría en la cuna

con los piececitos al sol,

y la carita a la luna. 

Juegos de niñas

A la rueda de la alcachofa,

veinticinco por una hoja,

al pan duro, al pan duro,

que vuelva (fulana) el culo.

La rueda de la alcachofa,

veinticinco por una rosa,

pegaremos un saltito.

¡Ay, mi culito, señorito!

A la rueda el churumbel,

quien se ría va al cuartel,

una vieja se rió,

y al cuartel se la llevó. 

Mi hermana la mayor era muy lambuza

Mi madre hacía todos los días el puchero. Como mi padre estaba trabajando hasta por la noche, en vez de ponerlo al mediodía, se levantaba muy temprano y lo dejaba hecho para ir a lavar sábanas a la reguera; que le daban una gorda por cada una. Cuando llegaba mi padre por la noche, allí estaba la comida. Se calentaba en un dornillo (un plato hecho de madera de chaparro) se echaba el puchero, allí nos juntábamos y allí comíamos. Había un respeto enorme; no se podía hablar una palabra comiendo.

Mi hermana la mayor, que era muy lambuza, antes de que llegara mi padre cogía una cuchara y se comía los garbanzos y la pringue. Se quedaba marcada la olla: la parte donde había comido estaba más baja. Mi madre decía, “¿cómo puede ser que la olla tiene el filo por aquí y esta parte está más baja? Juana, ¿tú te has comido...?”. “¡Mamá, que yo no he tocado la olla!”.

Y mi madre dice, “Yo tengo que vigilar a ver quién se come la comida; voy a meter el puchero en el baúl” (era un baulito que teníamos para la ropa; ¿qué ropa tendríamos? Ninguna; la puesta). Y se fue a la reguera con su llave en el bolsillo. Cuando vino, saca la olla del baúl, y la marca había bajado. “¿Cómo puede ser?”. Coge una alpargata y dice, “¡venid todas y ponerse en fila; de hoy no pasa: aquí falta la comida y se va a declarar qué pasa con el puchero!”. “¡Mamá, que yo no he sido, te lo juro por papá”. Mi madre estaba desesperadita: “¡Aunque no lo digan, les voy a pegar!”.

Las otras cuatro no veíamos cuando mi hermana se comía la comida. Y al final lo dijo. Antiguamente había unos estuchitos donde guardábamos un pañuelito o cualquier tontería; mira que casualidad, que la llave del estuchito era igual que la del baúl. Detrás de los palos del techado de la casa, mi hermana guardaba la llave.

Estábamos dormidas

Pasaban las cosas delante nuestro y no lo veíamos. Estábamos dormidas. Y teníamos miedo, también. No era sólo que no nos enterábamos, es que había mucho miedo.

No había confianza de los padres con los hijos. No nos contaban nada. Venía cualquiera y nos teníamos que ir.Venía uno que se llamaba Frasquito, vendiendo telas y esas cosas, y decían, “irse a la casa de la candela, porque va a venir Frasquito”. Teníamos que escondernos; en la conversación esa no podíamos estar nosotras, no la podíamos escuchar. ¡Pero si venía a vender! Cuando empezamos con los novios, pasaba igual.

Yo comprendo que hay que tener un respeto a los padres, pero era una cosa fuera de lo normal. No sabemos nada de la vida de ellos, porque ellos no nos han contado nada. Cuando yo nací, ya había pasado todo lo gordo. Y yo lo miento y me dan escalofríos. ¿Qué pasarían mis padres? Lo de ellos no ha sido vida. Eso no se me quita, ¡lo que han pasado para criarnos a nosotras! Mi padre, que murió en el mes de junio, en julio iba a cobrar su primera paguita extraordinaria, que estaba loquito de contento.

Mi padre murió con ochenta años, y mi madre con noventa, pero a mí no se me olvida un dolor muy grande que tengo: yo quisiera que hubieran durado un siglo, porque ahora era cuando podían vivir bien.